Libertad
No sé por qué no lo dije desde el principio. Quizás
fue miedo (seguro que fue miedo) o quizás la rapidez del momento (eso también
debió ser). No sé porque no lo dije, tampoco logré saber a ciencia cierta si
hubiera provocado una diferencia en los hechos.
Intentaré ordenar las ideas, darle un turno
cronológico a mis pensamientos, y así, lograr que las cosas que pasaron puedan
tener sentido finalmente.
Esa mañana fue como cualquier otra. Me
levanté tarde porque había trabajado toda la noche, hasta la más joven e inexperta
de las amas de casa sabe que las camisas de los hombres deben estar listas para
cuando el sol domine el cielo y, siendo mi vocación la de lavar ropa ajena, aun
con más rigor debía seguir esa regla. Una vez terminada la prolija y eficaz
eliminación de arrugas, me acostaría unas pocas horas como para engañar al
cuerpo y, cuando el cielo ya no sea de un negro puro y se vaya desdibujando en
un color azul acuoso, saldría a caminar las calles de mi querido barrio de
Flores, entregando en cada puerta la respectiva camisa del hombre trabajador.
Pero esa mañana dejó de ser como cualquier
otra. Lo primero que escuché fue un furioso motor que avanzaba despacio, con la
calma del que busca algo, para luego detener su marcha protestante frente a mi
casa. No tuve que esperar esos pocos segundos que pasaron hasta que unos hombres
fornidos y vestidos íntegramente de verde, con sus grandes botas negras, hubieron
forzado la puerta de madera a patadas, para saber que algo no andaba bien.
Con la frialdad del que no escucha ni los
gritos y ni los llantos de una mujer, los hombres dueños de grandes manos me
tomaron por los brazos y me arrastraron hasta dentro de su auto, verde como
ellos. El motor volvió a encenderse, siempre ruidoso. Así fue como nos alejamos
sin prisa, con la calma que solo la impunidad sabe otorgar.
Tampoco sé por qué no dije mi verdad, aquella
que dormía dentro mío, cuando me vi viviendo dentro de un cuadrado perfectamente
armado, con tres de sus lados formados simplemente de pared y el que restaba
hecho de una puerta de reja.
Los
minutos pasaron, las horas, los días, o quizás las noches. Descubrí con mi agonía
que lo único que hacía que el hombre se viera ubicado en tiempo y espacio era
algo tan primitivo, tan a priori como el incesante cambio de turno entre el sol
y la luna.
Mi estadía era de lo más extraña, no podía
morir, ellos parecían no darme siquiera esa posibilidad de elección. Cada
cierta cantidad de tiempo, imposible calcular cuánto aunque presumí que se
trataba de una vez al día, una bandeja con un tazón de sopa traspasaba las
puertas de mi jaula de la mano de un militar gordo y de bigote. Nunca podré
olvidar a ese hombre, aquellos ojos brillosos llenos de perversión me violaban con la mirada, dándome a entender
que si no lo hacía también con las manos y el cuerpo era porque una persona de rango
superior se lo había prohibido.
A veces también escuchaba voces, siempre quejosas
y débiles. A sus dueños los llamé rápidamente “mis compañeros de tormentos”. Nos
había sido expresamente prohibido hablar entre nosotros, y yo nunca me atreví a
desobedecer aquella orden, por miedo…el miedo, que arma más letal. Pero mis
compañeros no eran tan obedientes. Así fue como yo escuchaba y entendía,
escuchaba y repudiaba a nuestros captores, escuchaba y amaba a los
atormentados.
- El problema es cuando te vienen a buscar
con la “cara del verdugo”- dijo una vez la voz de un joven, que sonaba con la
seguridad de un profesor.
- ¿Qué es eso?- había preguntado otro,
sacándome la pregunta directamente de la cabeza.
- Una capucha de tela negra, que te ponen
antes de fusilarte- se hizo un silencio macabro, que la misma voz quebró de
forma abrupta – porque los hijos de puta te matan, pero no quieren que los veas
mientras lo hacen.
Desde ese momento, cada vez que aquel militar, el violador
ocular, venía a traerme mi ración de sopa, lo primero que buscaban mis ojos
eran sus manos. Cuando las descubría vacías de cualquier cosa que no sea mi
alimento, un alivio extasiante tenía lugar en mi pecho.
Los momentos pasaron, así como los sueños y
las pesadillas. También el paso del tiempo se reflejaba en las voces de mis compañeros de tormento, que cambiaban
y se renovaban rápidamente. Pero algo no se alteraba, el nuevo llegaba gritando
y pataleando y el que se iba lo hacía de la misma manera.
Todo siguió así, hasta que una vez de tantas,
mis ojos recorrieron los brazos peludos del militar bigotón, pero esta vez no
hubo festejo interno, sino una ráfaga de terror frío que congeló rápidamente
mis vasos sanguíneos. En vez de sopa, esta vez una tela negra entraba en mi jaula.
Con fuertes y decididos movimientos, sumado a
la experiencia del que hizo algo muchas veces, el militar colocó sobre mi
cabeza la “cara del verdugo” y me arrastró como pudo por los pasillos del
congelado piso de mármol.
Después de un corto viaje, finalmente me soltó.
Sentí una pared a mi espalda. También tenía las manos esposadas, no me había
dado cuenta del momento en que eso había sucedido, pero así era.
Cuando la tela negra dejó de ser mi mundo y
mi rostro quedó nuevamente al descubierto, me vi sentada en el piso de un patio
interno. La luz del sol me dejó ciega varios segundos. “¿Cuánto tiempo había
pasado desde que había visto mi último cielo?” pensé, y las lágrimas se
abrieron paso desde atrás hacia delante de mis ojos.
Frente a mi no solo estaba el bigotón que me
miraba con ansias animales, sino también varios uniformados completaban la
imagen esta vez.
“Al menos habrá espectadores y moriré mirando
al cielo” me dije en forma de consuelo. No pude evitar sonreír irónicamente.
- Esta tiene un aire a alguien que yo
conozco, pero pucha que no puedo sacar a quién- uno de los militares hablaba en
voz alta, pero sus palabras estaban dedicadas a otro sujeto que, por la
cantidad de medallas en su traje, debía ser su superior.
-Sí… se parece a mi esposa, más joven y más
fea por supuesto, pero aun así el parecido es notorio.
No se necesitaba ser buen observador para
saber que el resto de los militares comenzaron a sentirse incómodos. Desde
aquel que había sugerido el parecido sin sutileza alguna en sus palabras, hasta
mi carcelero, que temió que su superior tomara sus pequeños deseos para conmigo
como agresiones u ofensas.
Los segundos pasaron lentos y tediosos, la
situación había tomado un camino extraño, para todos los presentes por igual.
- Pero en fin, parecida o no, hay que
cumplir. La capucha soldado. Póngasela que yo le disparo ahora mismo- el
superior dio las órdenes con una frialdad y un cinismo solo comparables con el
chiflido que hace una bomba justo antes de explotar.
No sé qué me hizo guardarme el secreto tanto
tiempo, pero ahora sé que fue el miedo a perderlo todo lo que me dio fuerzas en
ese momento.
Cuando me colocaron nuevamente la “cara del
verdugo”, y esta vez con la intención de que fuera para siempre, decidí hablar.
- Estoy embarazada.
Mis dichos fueron como el ruido de las olas
del mar, que solo se escuchan cuando uno realmente desea oírlas. Solo dos
palabras tuve que usar para que las armas no dispararan y la muerte no se
hiciera presente esa tarde, o al menos
en ese lugar.
-¿Cómo dijo señora?- la tela negra de la capucha
era mi mundo, pero adiviné que la voz era de la persona que había sugerido mi parecido
con otra mujer.
- Estoy esperando un hijo, llevo cuatro meses
de embarazo- esta vez soné más clara, con más vida. La fuerza no venía de mi
corazón, sino de mi ligeramente hinchado abdomen.
- No se le nota nada- replicó el mismo
uniformado que había preguntado antes.
- Siempre fui de contextura chica, debe ser
eso.
El silencio reinó en el lugar, solo el sol
calentaba los cuerpos de los que habían concurrido a presenciar o ser partícipes
de la ejecución, que parecía venirse abajo a pasos agigantados.
- Muy bien- identifiqué la voz del superior,
aunque no su seguridad anterior. –Llévenla otra vez, sáquenle la capucha esa y
llamen al doctor, veamos que tanto sabe mentir esta hippie-
Suspiré ruidosamente, no pude evitarlo ¿Quién
podría? La muerte había tenido que irse
de aquel patio sola.
Por unos segundos, me dejé llevar por la
fantasía, imaginé fugazmente a mi hijo (lo visualicé caprichosamente como un varón)
blandiendo una espada reluciente sobre un caballo blanco pisando fuerte el
piso, repleto de los cuerpos de personas que una vez habían sido aliados o
enemigos. Solo por un objetivo había realizado tal proeza, por su vida y la mía.
Mi
alivio e imaginación se vieron interrumpidos por una voz, la última en hablar y
la que tomaba las decisiones.
- Sabe señora que si nos está mintiendo todo
se le va a complicar ¿me comprende? Una cosa es morir como una enemiga más de
la patria de un par de tiros, otra muy diferente es pasarla mal… muy muy mal
mientras se sigue viva.
Un escalofrió recorrió todo mi cuerpo. Sentí
como una gota de agua helada bajaba zigzagueante desde mi nuca hasta llegar a
perderse en mi pantalón. Pero no estaba mintiendo, estaba embarazada de un poco
menos de cuatro meses y, pasara lo que pasara, desde ese momento yo sería su guardiana, su heroína, su valkiria, su
vida.
Poco tiempo después un doctor vino a
visitarme a mi pequeña prisión. No dijo ni una palabra, ni siquiera cuando mis
preguntas lo atacaron. En su cara tenía las marcas inconfundibles del miedo. Me
atreví a suponer que su silencio formaba parte del cumplimiento de una orden
militar. El debió decirles la verdad, la que yo también les dije, ya que a
partir de ese día todo comenzó a cambiar.
Mi carcelero me visitaba mucho más seguido y
evitaba mirarme a los ojos, ya no era aquel animal sediento y perverso, ahora estaba
apaciguado y hasta temeroso de siquiera incomodarme. En su primer aparición
luego de que el doctor se fuera, trajo con él un pequeño colchón y un par de
frazadas limpias. Aunque las recibí como si hubieran sido un milagro
proveniente del mismísimo cielo, sabía que no eran para mí, o no directamente,
sino para aquel hijo que me crecía dentro.
El régimen alimenticio también se vio
alterado rápidamente. Varias veces al día me era entregado un plato lleno de
alimentos sólidos y variados: pollo, distintas carnes, frutas y verduras. Me
sentía como un animal de campo, que se lo alimenta y cuida para luego
desecharlo cuando este diera todo lo que tenía para dar. Si no hubiera tenido
tanta hambre hubiera sentido pena de mi misma.
Así pasaron primero los días y luego las
semanas, que amontonadas se convirtieron indefectiblemente en meses. Mi cuerpo
fue creciendo y fortaleciéndose, recuperé todo el peso y la energía que había
perdido. Claro que mi abdomen se alejaba cada vez más de mi cuerpo, haciéndole
lugar al hijo que crecía y crecía. El mismo doctor me visitaba con frecuencia,
me examinaba y se iba, siempre igual de callado. Hasta que un día finalmente
tuvo que hablarme.
- A partir de ahora el bebé puede nacer en
cualquier momento. Relájese lo más que pueda, unas enfermeras van a turnarse a
la puerta de su… (La palabra no quería salir de su boca, pero tuvo que hacerlo)
celda… cualquier dolencia o cambio que
sienta, no dude en llamarlas.
- ¿Todo va a estar bien doctor?- la pregunta salió
despedida de mi boca, estaba inundada de preocupaciones maternales. Su
respuesta fue fría y estrictamente profesional.
- Si…su bebé va a estar bien.
Cada vez con más frecuencia venían a mi mente
los recuerdos de mi marido y futuro padre. Ese joven apuesto y vigoroso que con
frases elocuentes e ideas soñadoras me había cautivado desde el primer momento.
Sin quererlo, muchas veces se repetía en mi memoria aquel día cuando se lo
llevaron de nuestra propia cama, rápido y a los golpes. Seguramente fue aquella
personalidad fantasiosa y luchadora la que cavó su tumba y lo transformó indefectiblemente en enemigo del orden militar.
También recordaba a menudo a su madre, aquella viejita divina que se había
convertido en mi amiga a las pocas palabras cruzadas. Ella era la única a la
que le había podido contar sobre mi embarazo, días antes de que este calvario
comenzara. ¿Estaría buscándome igual que lo hizo con su hijo? Claro que sí,
ella era la viva representación de que las fuerzas y la voluntad no se licuan
con los años ni se arrugan con el cuerpo.
Terminaba de comer una buena ración de
verduras cuando las primeras contracciones golpearon mi bajo vientre. Su
intensidad y frecuencia fueron en aumento a pasos agigantados. Rápidamente llamé
a los gritos a la enfermera de turno que, después de un par de preguntas y
recomendaciones del tipo “Tranquila” “Acostate acá” “¿Querés agua?” salió de mi
celda apurada. Al pasar, pude escuchar que le decía algo al militar de bigote
ancho, ese que antes me miraba con deseo y ahora con el miedo que aqueja a todos
los hombres ante la escena de la llegada de una nueva vida.
El dolor me hizo perder la noción del tiempo y de una buena parte de la realidad. No sé
bien cuanto tardó en llegar el doctor hasta mí ni cuando fue el momento exacto
en que me trasladaron a una habitación cercana, más parecida a una sala de
hospital que a un lugar donde se retiene y mata gente. Los minutos pasaron
entre contracciones y consejos médicos, hasta que la mágica palabra, aquella
reservada solo para estos momentos llegó en forma de orden.
- Ahora, puje- así lo intenté, pero nadie
sabe exactamente que es hacerlo hasta que tiene que hacerlo.
- Eso, eso, un poco más, lo veo, ¡Puje con
fuerza señora!
Mi respuesta no fue con palabras, solo un
rechinar de dientes apretados unos contra otros, dedos que se clavaron en un colchón
sin tenerle piedad.
En un segundo de alucinación pude ver como
desde fuera del cuarto, que no había quedado cerrado del todo, los mismos militares
que estuvieron presentes en mi fallida ejecución, esperaban. Solo uno miraba de
reojo y para ver como iban las cosas, era el que poseía más medallas que el resto
sobre su chaleco verde selva, aquel que tenía una esposa parecida a mí.
Nuestros ojos se cruzaron fugazmente, hasta que un nuevo dolor me hizo volver a
concentrarme en el parto.
En ese momento mi mundo daba un vuelco del
que no volvería. El doctor se levantaba de la sombra de mi entrepierna con las
manos llenas de sangre. Pero no solo eso, también con mi hijo entre sus brazos. Mientras hacía lo que tenía que hacer con el cordón
umbilical, con la rapidez del experimentado, yo lloraba cascadas de lágrimas,
sin poder emitir palabra alguna.
- Es una nena, y está muy bien- los ojos del
doctor me miraron con ternura y compasión.
- Es…es hermosa, puedo… ¿puedo sostenerla?-
mis palabras lograron atravesar el nudo de mi garganta y sonaron como pudieron.
El doctor me colocó a mi hija sobre el pecho y toda la realidad que nos rodeaba
se transformó en eso solo, un pequeño ser creado desde el amor y el cariño. Hija
de dos soñadores libres que se enamoraron y estuvieron juntos hasta donde
pudieron y los dejaron. Ese resultado, suma de las partes, que ahora descansaba escuchando pacíficamente los
acelerados movimientos de un corazón que conocía muy bien.
-Libertad…te vas a llamar Libertad- le
susurré, y eso fue lo último que pude hacer.
Rápidamente los militares que esperaban
afuera irrumpieron en mi onírica realidad. A los empujones ordenaron al doctor
que se fuera y a una de las enfermeras que tomara a mi hija. Quise forcejear
con ella, pero me detuvo el ver en los ojos de la muchacha como se le
destrozaba el alma por lo que era obligada a hacer. Por eso es que no ofrecí
resistencia e intenté hacerle saber a la joven que la perdonaba. Velozmente ella
le entregó a mi hija, envuelta en una manta al militar que tenía más rango entre
los suyos.
Las
fuerzas me abandonaron en fuertes ráfagas al ver cómo se iban del cuarto
llevándose a mi bebé con ellos. No fui capaz de levantar los brazos para
pelear, solo pude hacerlo con la voz.
- Libertad, ¡Se llama Libertad!- algo los
hizo dudar, los detuvo ante mis palabras como niños al frente de los retos de
uno de sus padres. No sé si fue porque esperaban otro tipo de reacción, quizás
hubieran preferido ver a una mujer ahogada en sus propias lágrimas gritando
cosas sin sentido.
Segundos más tarde un par de golpes en el
rostro acallaron mi tono, pero una sola palabra salía incesante de mi boca y
alma: “Libertad…”
Esta vez no me arrastraron por un piso de
frio mármol hasta un patio descubierto. Ahí mismo, en la cama donde acababa de
dar a luz, me colocaron la “cara del verdugo” y esperaron en silencio la orden
de mi fin.
¿Fueron minutos o meses los que pasé dentro
de los límites de aquella capucha negra? Nunca lo supe, tampoco me importaba.
Mi mundo se había ido tras la puerta en los brazos de un militar que tenía una
esposa parecida a mí. “Al menos Libertad va a vivir” pensé en forma de consuelo
y reí sin temor a ser castigada. Sabía que no iba a conservar el nombre que le
había dado, pero sí que formaría parte de su esencia por el resto de su vida.
“Mi querida hija…podrías haberte llamado
Libertad”, volví a decirme, hasta que dos estruendos secos se llevaron mi
existencia a la fuerza, o quizás me permitieron seguir soñando eternamente con
mi hija, ¿Quién sabe?
Mariano Neves.
nevesmariano@hotmal.com