jueves, 12 de abril de 2012

Autorretrato

Me llamaron Mariano

Mi primer nombre es Mariano, pero no me gusta. El segundo directamente es obviable, una “M.” después del primero y antes del apellido. Viví un cuarto de siglo pero no pienso llegar completarlo. Cuando me pregunto si soy indeciso el simple hecho de dudar me da certezas.

Si digo que soy valiente, muchos recuerdos me hacen notar que también soy mentiroso.

Hace años que perdí la guerra contra la barba, ahora la dejo ensombrecer mi rostro sin quejarme.


Le tengo terror a la soledad, no es miedo, sino que cada vez me enamoro más de ella. Tengo utopías de escritor, ansias de ser profesor, pero realidad de estudiante. Muchas veces leo sin la certeza de entender y escribo como escupiendo enfermedades.
Porto un cabello Maradoniano, pero mi zurda solo sirve de bastón para mi diestra. Admiro las ideologías soñadoras e insulto al capitalismo, pero en casa tengo aire, notebook y plasma.

En muchos ocasiones me dijeron que era alguien complicado, pero yo creo que pocas entienden lo difícil que es hoy en dia ser simple.

Quizas beba y perdone mucho. Quizás llore y muerda poco.

Tal vez el que lea esto piense que estoy triste, pero yo le pregunto a él ¿Quién no lo está, cuando se mira a uno mismo?

Mariano M. Neves


miércoles, 4 de abril de 2012

La magia de los años ¿Derrite o resplandece?


Don Pascual como Kadabra

La fecha estaba acercándose, los días se secundaban de uno en uno siguiendo el orden natural del tiempo. El carnaval estaba llegando. Pero este año, no era como cualquier otro, no significaba simplemente cerrar los negocios más temprano, salir a la calle a saludar al vecino, o no enojarse si algún niño travieso te mojaba por accidente. Esta vez sería distinto, o como antes, según contaban los más viejos.

Hacia un tiempo, cuando el tren todavía funcionaba y recorría casi toda la Argentina, una de sus estaciones se llamaba Astica, igual que el nombre del pueblo. Sus habitantes eran tan alegres que no se conformaban con simples festejos de carnaval, sino que se organizaba un gran circo para todo aquel vecino de otra localidad o visitante que quisiese disfrutarlo.

Todos los habitantes debían hacer algo. Aquellas mujeres que sabían cocer levantaban grandes carpas. Los fornidos muchachos hacían pruebas de fuerza mientras las ágiles señoritas demostraban mediante coreografías su gracia juvenil, hasta los más ancianos organizaban juegos de azar. En fin, todo Astica esperaba ansioso el comienzo del carnaval.

Sin embargo, había alguien que lo hacía más que el resto. El mismo que en aquellos años de esplendor se convertía en la atracción máxima del circo, sin competencia alguna: el mago Kadabra. Era el apodo de Pascual, un muchacho que con sus movimientos vivaces y sonrisa completa encantaba los ojos de los adultos, regaba la fantasía de los niños y provocaba los suspiros de las mujeres jóvenes. Era tanta la repercusión que Kadabra tenía, que Astica se convertía en una parada obligada cuando se viajaba en tren, no había turista que no anhelara conocerlo.


Pero los rieles se oxidaron, el tren dejó de pasar y Astica se quedó sin circo y sin mago. Aunque el pueblo siguió festejando el carnaval, lo hizo de la manera tradicional. Pasaron el tiempo y los años, que no vienen nunca solos, sino que arrastran una estela que todo lo cambia. El joven Pascual, aquel galán pueblerino de los ochenta, ya no era el mismo. La vida y un par de malas apuestas lo habían dejado en la ruina financiera, y aunque todos en el pueblo se preocuparon de que nunca le faltara para masticar o beber, su mejor amigo empezó a ser el vino, aquel que le sacaba de encima el frio del invierno y de la soledad.

Hasta que un día llegó la noticia, aunque nadie supo quién la dio ni porque la supieron cierta al instante. El tren volvería a pasar después de décadas, gracias a esto Astica volvería a llenarse de caras nuevas y por supuesto, el circo debía estar ahí para recibirlos.

Ni bien se enteró de las buenas nuevas, a Pascual se le llenaron los ojos con un brillo de estrellas. Gritó como el viento y corrió con toda su voz.
- ¡Que la notica se sepa! ¡Nadie calle, todos avísenle al vecino!-

- ¿Qué noticia don Pascual?- preguntó una señora, mientras colgaba la ropa.

- ¿Qué quiere que le diga al vecino don Pascual?- quiso saber un niño que lo seguía alegre en la marcha.

Y así fue. El mago Kadabra estaba durmiendo cuando el ruido del tren lo despertó. Saltó y aulló de felicidad. Recorrió el pueblo a la velocidad que sus años lo dejaron, para después encerrarse en su humilde y descuidada casa, donde desempolvaría un espectáculo que su memoria había repetido incontables veces a lo largo de los años.

Los días pasaron y no se vio por las calles de Astica a Pascual, pero nadie se preocupó demasiado, sabían que este momento era tan importante para él que no iba a compartirlo con nadie.

Cuando el gran amanecer llegó, las calles del pueblo se convirtieron en una ensalada que mezclaba a los conocidos de siempre con visitantes muy ocasionales, así como también muchas caras completamente nuevas guiadas por el rumor de un circo de pueblo que sorprendía por su brillo.

La ternura y la nostalgia invadieron todo el aire. Aquellos que de niños habían disfrutado las actividades del circo, ahora veían con lágrimas en los ojos cómo sus hijos y nietos ocupaban ese lugar. Lo habían logrado, el circo volvía después de tantos años.

Cuando la noche se hizo dueña del día y la luna ocupó su lugar en lo más alto del cielo, todos los presentes se juntaron en la carpa. Despacio y sin que nadie les indicara los más pequeños se sentaron en semicírculo, mientras que los mayores de pie más atrás.

Un bombo torpe sonó y entre telas añejadas hizo su esperada aparición el mago Kadabra. Don Pascual vestía un traje gastado que había sufrido tanto el ataque de las polillas como un esfuerzo sobre humano para ser revivido. Aquella sonrisa que alguna vez supo ser recta y cautivadora no era más que un piano pequeño, donde los bemoles eran huecos y las pocas teclas de un color amarillo tabaco. Algunos murmullos se escucharon en las voces de los visitantes, pero a nadie le importo.

- Bienvenido amado público, lo que ustedes están por presenciar no se ve en la televisión. Hoy serán testigos de que la fantasía existe y la magia todo lo domina.-

Todos aplaudieron, la voz de don Pascual era agria, pero por demás simpática.

- A ver por dónde podemos empezar… ¿Cómo te llamas?- El mago escogió a un chico de la primera fila, era Marquitos, el hijo de la panadera. Todos lo conocían y sabían su nombre, pero así era el protocolo, no por ser un pueblito debían darlo todo por sabido. La timidez se hizo presente en aquel niño que no había vivido más de cinco inviernos.

- Marquitos, che, si seguís creciendo vas a ser Marcotes en un par de años- La gente se rió inocentemente, aunque don Pascual ni lo notó, las palabras habían salido sin pensar de su boca, y sin intensiones chistosas.

– Elegí por favor una carta, mirala y mostrála sin que yo la vea- Le acercó una baraja de póker que tenía en el bolsillo, el joven obedeció y volvió a guardar la carta junto a las otras.

- Ahora voy a mezclar fuerte y a soplar, usando mis poderes mágicos voy a mirarte a los ojos y ellos me van a decir que carta vieron, porque ellos saben hacer muchas cosas, pero mentir no.- El truco era viejo y por demás conocido, nadie se sorprendío y hasta algunos ya sabían que carta era. Pero lo que no esperaba nadie, ni siquiera el mago Kadabra, era que tantos años pasados, entre changas de albañil, el frio sufrido y el vino tomado, las manos del anciano se hubieran vuelto tan descuidadas y torpes, tanto que dejaron caer sin recelo toda la baraja al piso.

El pobre don Pascual se agachó rápido a recogerlas, bajo la mirada del público. Exasperado, levantó la que le parecía que Marquitos había agarrado. Pero su memoria le falló tanto o mas que sus dedos, olvidando que marca correspondía a cada carta. Las risas se volvieron rápidamente el colchón musical del espectáculo. Ya con los nervios de punta y un dolor de espalda creciente por la abrupta agachada, intentó seguir como si nada.

- Bueno Marquitos volvé a sentarte, y la próxima mirá mejor, porque los ojos no mienten, pero si se equivocan- Tomó una gran bocanada de aire intentando calmarse y continúo.

Uno tras otro sus viejos trucos, aquellos infalibles demostraciones de antaño, no paraban de salirle mal, ya sea por sus blandos dedos, su dormida memoria o porque los años no solo pasan, sino que cambian las cosas. Finalmente, decidió dar lo mejor de sí e intentar aquel que fuera su obra maestra, su truco final.

– ¿A quién le gustan las adivinanzas?- preguntó, pero no alzó la mirada para no ver las pocas manos levantadas. – Bueno entonces: “vuela pero siempre baja, nos teme pero cuando puede nos caga… ¿Qué es?” remató y metió la mano en su galera en busca de la paloma que había cazado el día anterior. De repente, un picotazo sorpresivo lo hizo saltar en el lugar, dejando que la histérica ave se esfumara en el aire.

Las risas ya eran de todos, no solo de las caras nuevas, también los vecinos locales. Hasta aquellos que el mago vio nacer se descostillaban hasta las lágrimas.

Sin saber ya que más hacer, recogió la galera que había salido volando, se inclinó en forma de saludo real y dijo: - ¡Chan chan! Espero que les haya gustado, nos vemos en el próximo encuentro mágico-.

Despacio, la gente se empezó a descomprimir, pero don Pascual no pudo alzar la cabeza, se quedó petrificado en aquella pose glamorosa rogando desaparecer, esperando a estar solo, con el frio y su botella de vino. Pero cuando se pensó solo, se incorporó y se encontró con los ojos grandes y sinceros de Marquitos. Pensó en disculparse, en prometer que la próxima vez la vejez no se notaría en el manejo de los naipes y que para mañana intentaría atrapar una paloma mucho más tranquila, o le ataría el pico de ser necesario. Pero no dijo nada, simplemente se quedó inmóvil mirando la sonrisa de oreja a oreja que el pequeño le estaba regalando. Así pasaron los segundos, hasta que aquel niño, menos alto pero más sabio, le dijo con la inocencia que solo la poca edad otorga:

- Me reí mucho hoy, mago Katrasca-

Y de pronto todo pareció tan simple como un rompecabezas, que de tan obvio nunca se armó. Don Pascual se quedó inmóvil unos instantes, como dormido. Pero cuando despertó, lo hizo de una forma mágica.

- Me alegro, Marquitos, nos vemos mañana.- revolvió los pelos del pequeño y se fue con pasos agiles, debía preparar todo para el día siguiente. En el camino a su casa no pensó en la soledad, ni en el frío, y mucho menos en el vino. El mago Katrasca tenía que preparar su próximo show.


martes, 3 de abril de 2012

Cuando menos se espera, se encuentra lo que no se busca

Curvas perfectas

Ese día en el trabajo no pareció medirse en minutos y horas, sino que fue un sinfín de problemas, trastornos, clientes enojados y reclamos aireados. No me hubiera sorprendido de enterarme que todos las compradores problemáticos e insatisfechos hubieran realizado una asamblea extraordinaria y decidió arruinarme el viernes. Pero ya había terminado, cuando los primeros segundos superaron la marca de las seis de la tarde. Aliviado, caminaba lento pero firme, con el goce del que no tiene prisa. Llegar a mi casa unos minutos antes o después carecía de importancia, solo quería que mi cuerpo sintiera finalmente paz y que mis pulsaciones bajaran al abismo que estaban acostumbradas.

Perdido en mis pensamientos y en la música que venían de mis auriculares, avance en el estupor del que nada ve, y simplemente deja que su andar mecánico frene en las esquinas y esquive transeúntes. Todo parecía ajeno, de otro mundo, claro, hasta que la vi. Nunca había sido víctima de una descarga eléctrica, pero se me antojó que debería de ser algo similar. Sentí como los pelos de los brazos se me erizaban frenéticos apuntando al cielo, mientras un sudor frio se empeñaba por cubrir toda mi espalda. Me quede parado mirándola, no se por cuanto tiempo, quizás demasiado. Su impactante figura me había dejado pasmado, aún cuando el reflejo de la vidriera condicionaba mi vista. Echando mano a una fuerza de voluntad extraordinaria pude apartar los ojos hacia arriba, simplemente para identificar de qué índole era la tienda que la acunaba bajo su techo.

Una casa deportiva, con razón su belleza” creí escucharme decir en voz alta, aunque solo fuera un pensamiento. “Se valiente, entrá entrá” me gritaba algo desde adentro, logrando que mi cabeza se convirtiera en una orquesta de ecos confusos y estridentes.

No pude moverme, los pies me desobedecieron como niños mal criados. “vamos, vamos, ¡reacciona tonto!” la última palabra fue la que despertó a mis pasos, que en una cadena sucesiva me llevaron, con andar temblorosa, al interior del local.

Una vez que la vidriera dejó de apartarnos, a ella y a mí, pude notar como se me humedecían las manos. Intenté hablar y no pude, solo avanzaba, como si ella, en su cuerpo curvado, poseyera todas las propiedades del magnetismo. Tan poderosa era aquella atracción que no pude detenerme, tan poco quería hacerlo. No lo pensé, mucho menos medí las consecuencias, simplemente mi cuerpo se movió al compás del instinto más primario de tomar lo que uno desea. Abrí mis brazos y los cerré suavemente a su alrededor. La firmeza, su firmeza, me puso la piel como la de una gallina. Aquella superficie tierna y lisa, pero a la vez poderosa y torneada, congeló todos mi ser, volviéndolos inútiles. Me hizo incapaz de decir o hacer algo más que apoyar mi cachete sobre ella, para sentir su frescura y perfección lo más cerca posible.

Es como estar soñando” Todos mis sentidos, excepto el tacto, se dieron a la fuga. Mis ojos, cerrados, no querían abrirse para no contaminar este momento con visiones del mundo real. Ni mi nariz ni mis oídos pudieron cumplir sus funciones, abrumados por la felicidad y el estupor del momento. El gusto, aquel sentido de lo más carnal, simplemente me dijo que el éxtasis me había dejado la boca seca, casi desquebrajada.

Hubiera podido morir de viejo ahí mismo, ignorando a los años mientras pasaban, parado en medio del local abrazado a sus curvas, tan eternas como perfectas. Si, hubiera deseado eso, hasta que una delicada mano se posó en mi hombro, obligándome a despertar. Lo primero que escuché fue su voz, para después abrir los ojos y cruzarme con su rostro.

- Disculpame… ¿La vas a llevar?- me preguntó entrecortada la menuda joven, vestía una chomba roja con el símbolo de la casa deportiva impreso sobre su costado izquierdo.

Recibí la pregunta como si hubiera sido la mayor estupidez alguna vez dicha.

¿Cómo podría no llevarla? Acaso no se da cuenta esta chica que mi vida nunca más podría seguir alejada de ella?”

- Claro… por supuesto- Si bien mis pensamientos eran fieros y abruptos, mi voz se notó insegura e infantil, me sentía extrañamente deslumbrado por los enormes ojos color arena de la vendedora, que me miraban con ternura.

- Buenísimo, Acaba de llegar ¿sabes?, sos el primero que se la lleva- Su sonrisa era abundante y ordenada, solo con eso logró que finalmente yo deshiciera mi abrazo, que hasta hacia un momento lo había imaginado eterno.

Sin mediar más palabras la seguí hasta la caja y le di tanto mi tarjeta de débito como mi documento. Con movimientos diestros, la joven vendedora me extendió un papel para firmar. Cuando se lo devolví, a cambio, me dió otro como comprobante.

- Que la disfrutes- me dijo, mientras me alcanzaba una bolsa con una gran figura redonda en su interior, regalándome una última pero encantadora sonrisa.

- Gracias- Le respondí, con la voz entre animado y nervioso.

Varias cuadras alejado del local todavía en mi cabeza retumbaban sus palabras y sus ojos.

“¿Qué la disfrute? ¿Quién no podría hacerlo? ¡Era la pelota que se iba a usar en el próximo mundial! La jobo bonito XP 2.1, con doble aleación de cuero, costuras invisibles y corteza esponjosa. Toda la ultima tecnología junta que lograba que fuera tanto fácil de manejar como mortíferamente complicada de atajar.

De repente, y ya vuelto a tener los pies sobre la tierra, recordé que ese mes todavía no había cobrado y no le había preguntado a la bonita vendedora ni siquiera cuanto costaba la pelota. Tal era mi excitación que podría haberle pagado todo lo que tenía y más por ella. Con mucho más de curioso que de tacaño, revolví l

a bolsa y al tacto encontré el comprobante de pago que me había dado con la compra.

Miré el precio detenidamente y pensé que no estaba tan mal, debido a su hermosura. Pero algo más llamó mi atención, una pequeña linea de tinta azul se translucía en el fino papel. Cuando lo di vuelta me encontré con la fina e inconfundible caligrafía de una mujer.

15 6648 1351 llamame, Sofía”

- No… no estaba tan mal… debido a su hermosura

jueves, 3 de febrero de 2011

Para Laura y todos los demás

Libertad

No sé por qué no lo dije desde el principio. Quizás fue miedo (seguro que fue miedo) o quizás la rapidez del momento (eso también debió ser). No sé porque no lo dije, tampoco logré saber a ciencia cierta si hubiera provocado una diferencia en los hechos.
Intentaré ordenar las ideas, darle un turno cronológico a mis pensamientos, y así, lograr que las cosas que pasaron puedan tener sentido finalmente. 
Esa mañana fue como cualquier otra. Me levanté tarde porque había trabajado toda la noche, hasta la más joven e inexperta de las amas de casa sabe que las camisas de los hombres deben estar listas para cuando el sol domine el cielo y, siendo mi vocación la de lavar ropa ajena, aun con más rigor debía seguir esa regla. Una vez terminada la prolija y eficaz eliminación de arrugas, me acostaría unas pocas horas como para engañar al cuerpo y, cuando el cielo ya no sea de un negro puro y se vaya desdibujando en un color azul acuoso, saldría a caminar las calles de mi querido barrio de Flores, entregando en cada puerta la respectiva camisa del hombre trabajador.
Pero esa mañana dejó de ser como cualquier otra. Lo primero que escuché fue un furioso motor que avanzaba despacio, con la calma del que busca algo, para luego detener su marcha protestante frente a mi casa. No tuve que esperar esos pocos segundos que pasaron hasta que unos hombres fornidos y vestidos íntegramente de verde, con sus grandes botas negras, hubieron forzado la puerta de madera a patadas, para saber que  algo no andaba bien.
Con la frialdad del que no escucha ni los gritos y ni los llantos de una mujer, los hombres dueños de grandes manos me tomaron por los brazos y me arrastraron hasta dentro de su auto, verde como ellos. El motor volvió a encenderse, siempre ruidoso. Así fue como nos alejamos sin prisa, con la calma que solo la impunidad sabe otorgar.
Tampoco sé por qué no dije mi verdad, aquella que dormía dentro mío, cuando me vi viviendo dentro de un cuadrado perfectamente armado, con tres de sus lados formados simplemente de pared y el que restaba hecho de una puerta de reja.
 Los minutos pasaron, las horas, los días, o quizás las noches. Descubrí con mi agonía que lo único que hacía que el hombre se viera ubicado en tiempo y espacio era algo tan primitivo, tan a priori como el incesante cambio de turno entre el sol y la luna.
Mi estadía era de lo más extraña, no podía morir, ellos parecían no darme siquiera esa posibilidad de elección. Cada cierta cantidad de tiempo, imposible calcular cuánto aunque presumí que se trataba de una vez al día, una bandeja con un tazón de sopa traspasaba las puertas de mi jaula de la mano de un militar gordo y de bigote. Nunca podré olvidar a ese hombre, aquellos ojos brillosos llenos de perversión  me violaban con la mirada, dándome a entender que si no lo hacía también con las manos y el cuerpo era porque una persona de rango superior se lo había prohibido.
A veces también escuchaba voces, siempre quejosas y débiles. A sus dueños los llamé rápidamente “mis compañeros de tormentos”. Nos había sido expresamente prohibido hablar entre nosotros, y yo nunca me atreví a desobedecer aquella orden, por miedo…el miedo, que arma más letal. Pero mis compañeros no eran tan obedientes. Así fue como yo escuchaba y entendía, escuchaba y repudiaba a nuestros captores, escuchaba y amaba a los atormentados.
- El problema es cuando te vienen a buscar con la “cara del verdugo”- dijo una vez la voz de un joven, que sonaba con la seguridad de un profesor.
- ¿Qué es eso?- había preguntado otro, sacándome la pregunta directamente de la cabeza.
- Una capucha de tela negra, que te ponen antes de fusilarte- se hizo un silencio macabro, que la misma voz quebró de forma abrupta – porque los hijos de puta te matan, pero no quieren que los veas mientras lo hacen.
Desde ese momento,  cada vez que aquel militar, el violador ocular, venía a traerme mi ración de sopa, lo primero que buscaban mis ojos eran sus manos. Cuando las descubría vacías de cualquier cosa que no sea mi alimento, un alivio extasiante tenía lugar en mi pecho.
Los momentos pasaron, así como los sueños y las pesadillas. También el paso del tiempo se reflejaba en  las voces de mis compañeros de tormento, que cambiaban y se renovaban rápidamente. Pero algo no se alteraba, el nuevo llegaba gritando y pataleando y el que se iba lo hacía de la misma manera.
Todo siguió así, hasta que una vez de tantas, mis ojos recorrieron los brazos peludos del militar bigotón, pero esta vez no hubo festejo interno, sino una ráfaga de terror frío que congeló rápidamente mis vasos sanguíneos. En vez de sopa,  esta vez una tela negra entraba en mi jaula.
Con fuertes y decididos movimientos, sumado a la experiencia del que hizo algo muchas veces, el militar colocó sobre mi cabeza la “cara del verdugo” y me arrastró como pudo por los pasillos del congelado piso de mármol.
Después de un corto viaje, finalmente me soltó. Sentí una pared a mi espalda. También tenía las manos esposadas, no me había dado cuenta del momento en que eso había sucedido, pero así era.
Cuando la tela negra dejó de ser mi mundo y mi rostro quedó nuevamente al descubierto, me vi sentada en el piso de un patio interno. La luz del sol me dejó ciega varios segundos. “¿Cuánto tiempo había pasado desde que había visto mi último cielo?” pensé, y las lágrimas se abrieron paso desde atrás hacia delante de mis ojos.
Frente a mi no solo estaba el bigotón que me miraba con ansias animales, sino también varios uniformados completaban la imagen esta vez.
“Al menos habrá espectadores y moriré mirando al cielo” me dije en forma de consuelo. No pude evitar sonreír irónicamente.
- Esta tiene un aire a alguien que yo conozco, pero pucha que no puedo sacar a quién- uno de los militares hablaba en voz alta, pero sus palabras estaban dedicadas a otro sujeto que, por la cantidad de medallas en su traje, debía ser su superior.
-Sí… se parece a mi esposa, más joven y más fea por supuesto, pero aun así el parecido es notorio.
No se necesitaba ser buen observador para saber que el resto de los militares comenzaron a sentirse incómodos. Desde aquel que había sugerido el parecido sin sutileza alguna en sus palabras, hasta mi carcelero, que temió que su superior tomara sus pequeños deseos para conmigo como agresiones u ofensas.
Los segundos pasaron lentos y tediosos, la situación había tomado un camino extraño, para todos los presentes por igual.
- Pero en fin, parecida o no, hay que cumplir. La capucha soldado. Póngasela que yo le disparo ahora mismo- el superior dio las órdenes con una frialdad y un cinismo solo comparables con el chiflido que hace una bomba justo antes de explotar.
No sé qué me hizo guardarme el secreto tanto tiempo, pero ahora sé que fue el miedo a perderlo todo lo que me dio fuerzas en ese momento.
Cuando me colocaron nuevamente la “cara del verdugo”, y esta vez con la intención de que fuera para siempre, decidí hablar.
- Estoy embarazada.
Mis dichos fueron como el ruido de las olas del mar, que solo se escuchan cuando uno realmente desea oírlas. Solo dos palabras tuve que usar para que las armas no dispararan y la muerte no se hiciera presente  esa tarde, o al menos en ese lugar.
-¿Cómo dijo señora?- la tela negra de la capucha era mi mundo, pero adiviné que la voz era de la persona que había sugerido mi parecido con otra mujer.
- Estoy esperando un hijo, llevo cuatro meses de embarazo- esta vez soné más clara, con más vida. La fuerza no venía de mi corazón, sino de mi ligeramente hinchado abdomen.
- No se le nota nada- replicó el mismo uniformado que había preguntado antes.
- Siempre fui de contextura chica, debe ser eso.
El silencio reinó en el lugar, solo el sol calentaba los cuerpos de los que habían concurrido a presenciar o ser partícipes de la ejecución, que parecía venirse abajo a pasos agigantados.
- Muy bien- identifiqué la voz del superior, aunque no su seguridad anterior. –Llévenla otra vez, sáquenle la capucha esa y llamen al doctor, veamos que tanto sabe mentir esta hippie-
Suspiré ruidosamente, no pude evitarlo ¿Quién podría?  La muerte había tenido que irse de aquel patio sola.
Por unos segundos, me dejé llevar por la fantasía, imaginé fugazmente a mi hijo (lo visualicé caprichosamente como un varón) blandiendo una espada reluciente sobre un caballo blanco pisando fuerte el piso, repleto de los cuerpos de personas que una vez habían sido aliados o enemigos. Solo por un objetivo había realizado tal proeza, por su vida y la mía.
 Mi alivio e imaginación se vieron interrumpidos por una voz, la última en hablar y la que tomaba las decisiones.
- Sabe señora que si nos está mintiendo todo se le va a complicar ¿me comprende? Una cosa es morir como una enemiga más de la patria de un par de tiros, otra muy diferente es pasarla mal… muy muy mal mientras se sigue viva.
Un escalofrió recorrió todo mi cuerpo. Sentí como una gota de agua helada bajaba zigzagueante desde mi nuca hasta llegar a perderse en mi pantalón. Pero no estaba mintiendo, estaba embarazada de un poco menos de cuatro meses y, pasara lo que pasara, desde ese momento yo sería  su guardiana, su heroína, su valkiria, su vida.
Poco tiempo después un doctor vino a visitarme a mi pequeña prisión. No dijo ni una palabra, ni siquiera cuando mis preguntas lo atacaron. En su cara tenía las marcas inconfundibles del miedo. Me atreví a suponer que su silencio formaba parte del cumplimiento de una orden militar. El debió decirles la verdad, la que yo también les dije, ya que a partir de ese día todo comenzó a cambiar.
Mi carcelero me visitaba mucho más seguido y evitaba mirarme a los ojos, ya no era aquel animal sediento y perverso, ahora estaba apaciguado y hasta temeroso de siquiera incomodarme. En su primer aparición luego de que el doctor se fuera, trajo con él un pequeño colchón y un par de frazadas limpias. Aunque las recibí como si hubieran sido un milagro proveniente del mismísimo cielo, sabía que no eran para mí, o no directamente, sino para aquel hijo que me crecía dentro.
El régimen alimenticio también se vio alterado rápidamente. Varias veces al día me era entregado un plato lleno de alimentos sólidos y variados: pollo, distintas carnes, frutas y verduras. Me sentía como un animal de campo, que se lo alimenta y cuida para luego desecharlo cuando este diera todo lo que tenía para dar. Si no hubiera tenido tanta hambre hubiera sentido pena de mi misma.
Así pasaron primero los días y luego las semanas, que amontonadas se convirtieron indefectiblemente en meses. Mi cuerpo fue creciendo y fortaleciéndose, recuperé todo el peso y la energía que había perdido. Claro que mi abdomen se alejaba cada vez más de mi cuerpo, haciéndole lugar al hijo que crecía y crecía. El mismo doctor me visitaba con frecuencia, me examinaba y se iba, siempre igual de callado. Hasta que un día finalmente tuvo que hablarme.
- A partir de ahora el bebé puede nacer en cualquier momento. Relájese lo más que pueda, unas enfermeras van a turnarse a la puerta de su… (La palabra no quería salir de su boca, pero tuvo que hacerlo) celda… cualquier dolencia o  cambio que sienta, no dude en llamarlas.
- ¿Todo va a estar bien doctor?- la pregunta salió despedida de mi boca, estaba inundada de preocupaciones maternales. Su respuesta fue fría y estrictamente profesional.
- Si…su bebé va a estar bien.
Cada vez con más frecuencia venían a mi mente los recuerdos de mi marido y futuro padre. Ese joven apuesto y vigoroso que con frases elocuentes e ideas soñadoras me había cautivado desde el primer momento. Sin quererlo, muchas veces se repetía en mi memoria aquel día cuando se lo llevaron de nuestra propia cama, rápido y a los golpes. Seguramente fue aquella personalidad fantasiosa y luchadora la que cavó su tumba y lo transformó  indefectiblemente en enemigo del orden militar. También recordaba a menudo a su madre, aquella viejita divina que se había convertido en mi amiga a las pocas palabras cruzadas. Ella era la única a la que le había podido contar sobre mi embarazo, días antes de que este calvario comenzara. ¿Estaría buscándome igual que lo hizo con su hijo? Claro que sí, ella era la viva representación de que las fuerzas y la voluntad no se licuan con los años ni se arrugan con el cuerpo.
Terminaba de comer una buena ración de verduras cuando las primeras contracciones golpearon mi bajo vientre. Su intensidad y frecuencia fueron en aumento a pasos agigantados. Rápidamente llamé a los gritos a la enfermera de turno que, después de un par de preguntas y recomendaciones del tipo “Tranquila” “Acostate acá” “¿Querés agua?” salió de mi celda apurada. Al pasar, pude escuchar que le decía algo al militar de bigote ancho, ese que antes me miraba con deseo y ahora con el miedo que aqueja a todos los hombres ante la escena de la llegada de una nueva vida.
El dolor me hizo perder la noción del tiempo  y de una buena parte de la realidad. No sé bien cuanto tardó en llegar el doctor hasta mí ni cuando fue el momento exacto en que me trasladaron a una habitación cercana, más parecida a una sala de hospital que a un lugar donde se retiene y mata gente. Los minutos pasaron entre contracciones y consejos médicos, hasta que la mágica palabra, aquella reservada solo para estos momentos llegó en forma de orden.
- Ahora, puje- así lo intenté, pero nadie sabe exactamente que es hacerlo hasta que tiene que hacerlo.
- Eso, eso, un poco más, lo veo, ¡Puje con fuerza señora!
Mi respuesta no fue con palabras, solo un rechinar de dientes apretados unos contra otros, dedos que se clavaron en un colchón sin tenerle piedad.
En un segundo de alucinación pude ver como desde fuera del cuarto, que no había quedado cerrado del todo, los mismos militares que estuvieron presentes en mi fallida ejecución, esperaban. Solo uno miraba de reojo y para ver como iban las cosas, era el que poseía más medallas que el resto sobre su chaleco verde selva, aquel que tenía una esposa parecida a mí. Nuestros ojos se cruzaron fugazmente, hasta que un nuevo dolor me hizo volver a concentrarme en el parto.
En ese momento mi mundo daba un vuelco del que no volvería. El doctor se levantaba de la sombra de mi entrepierna con las manos llenas de sangre. Pero no solo eso, también con mi hijo entre sus brazos.  Mientras hacía lo que tenía que hacer con el cordón umbilical, con la rapidez del experimentado, yo lloraba cascadas de lágrimas, sin poder emitir palabra alguna.
- Es una nena, y está muy bien- los ojos del doctor me miraron con ternura y compasión.
- Es…es hermosa, puedo… ¿puedo sostenerla?- mis palabras lograron atravesar el nudo de mi garganta y sonaron como pudieron. El doctor me colocó a mi hija sobre el pecho y toda la realidad que nos rodeaba se transformó en eso solo, un pequeño ser creado desde el amor y el cariño. Hija de dos soñadores libres que se enamoraron y estuvieron juntos hasta donde pudieron y los dejaron. Ese resultado, suma de las partes, que ahora  descansaba escuchando pacíficamente los acelerados movimientos de un corazón que conocía muy bien.
-Libertad…te vas a llamar Libertad- le susurré, y eso fue lo último que pude hacer.
Rápidamente los militares que esperaban afuera irrumpieron en mi onírica realidad. A los empujones ordenaron al doctor que se fuera y a una de las enfermeras que tomara a mi hija. Quise forcejear con ella, pero me detuvo el ver en los ojos de la muchacha como se le destrozaba el alma por lo que era obligada a hacer. Por eso es que no ofrecí resistencia e intenté hacerle saber a la joven que la perdonaba. Velozmente ella le entregó a mi hija, envuelta en una manta al militar que tenía más rango entre los suyos.
 Las fuerzas me abandonaron en fuertes ráfagas al ver cómo se iban del cuarto llevándose a mi bebé con ellos. No fui capaz de levantar los brazos para pelear, solo pude hacerlo con la voz.
- Libertad, ¡Se llama Libertad!- algo los hizo dudar, los detuvo ante mis palabras como niños al frente de los retos de uno de sus padres. No sé si fue porque esperaban otro tipo de reacción, quizás hubieran preferido ver a una mujer ahogada en sus propias lágrimas gritando cosas sin sentido.
Segundos más tarde un par de golpes en el rostro acallaron mi tono, pero una sola palabra salía incesante de mi boca y alma: “Libertad…”
Esta vez no me arrastraron por un piso de frio mármol hasta un patio descubierto. Ahí mismo, en la cama donde acababa de dar a luz, me colocaron la “cara del verdugo” y esperaron en silencio la orden de mi fin.
¿Fueron minutos o meses los que pasé dentro de los límites de aquella capucha negra? Nunca lo supe, tampoco me importaba. Mi mundo se había ido tras la puerta en los brazos de un militar que tenía una esposa parecida a mí. “Al menos Libertad va a vivir” pensé en forma de consuelo y reí sin temor a ser castigada. Sabía que no iba a conservar el nombre que le había dado, pero sí que formaría parte de su esencia por el resto de su vida.

“Mi querida hija…podrías haberte llamado Libertad”, volví a decirme, hasta que dos estruendos secos se llevaron mi existencia a la fuerza, o quizás me permitieron seguir soñando eternamente con mi hija, ¿Quién sabe?

Mariano Neves.
nevesmariano@hotmal.com

viernes, 12 de marzo de 2010

Solo me falta plantar un arbol y traspasar mi apellido...

El día que murió la destreza® - Mariano Neves

Bueno, la mayoría lo sabe porque me ocupe de contárselos (o simplemente no puede evitarlo) lo que en principio iba a ser una historia corta o por lo menos NO extensa, resulto en lo que con modestia llamare "Mi primer libro", confirmando que no sera el ultimo (ya sea de acá a los próximo días o años). El mismo cuenta con 58 carillas de lo que espero sea una interesante historia para ustedes. El formato es .pdf (Adobe reader, http://get.adobe.com/es/reader/) y el servidor Megaupload.
Sin mas preámbulos, este es mi primer criatura, espero que sea de su agrado.


"En un lugar donde las desgracias no sorprenden y las alegrías son efímeras e inexistentes, cuando el despotismo es tan común que parece ser aceptado, un rey, el dueño del poder, se supera a si mismo inventando una ley definitiva. Una nueva ola de fatalidades se dispone a sumergir a todo un pueblo en un desesperante laberinto de sensaciones benignas. Forzar a cada individuo a descubrir rincones y sombras interiores totalmente inexploradas.

Pero… ¿Y si en castigo se encuentra una felicidad en un nivel totalmente diferente del acostumbrado? ¿Se podria considerar real o solo imaginaria?, ¿Seria capaz un desventurado de olvidar todo y comenzar de nuevo, desoyendo los gritos del recuerdo e ignorando las imágenes de una memoria que no quiere olvidar?"


Gracias. Totales



domingo, 14 de febrero de 2010

La que señala la muerte

Mosca

Una mosca se posa sobre la inerte boca
analiza y juega sobre la tensa superficie
que hace no mucho la naturaleza tiño de un palido violeta
todo se detiene, nada cambia.
Solo una mosca sobre un labio
solo un insecto sobre un muerto
Una imagen simple, burda
pero que a su vez transmite demasiado
Un olor fétido que, aunque no siento aun, se que existirá
esta ahí, firme, nauseabundo, natural
La sensación de pena es algo que ningún testigo podría negar
Solo una mosca sobre un labio
la teoría del nacer y el morir
El tiempo de repente me oprime, se vuelve escaso
un cuerpo como caparazón y su existencia piramidal
emprendiendo una subida furiosa, casi al trote
y que al caer extiende los brazos, para hacer todo mas lento,
aunque siempre conociendo el destino final
Solo un insecto sobre un muerto
El blanco de lo inmóvil ya vistió su piel
la libertad del derrotado casi puede verse en su rostro
Pensé en ahuyentar a su huésped, pero seria inútil
es llamada por algo mas que simple curiosidad
una consecuencia mas de un corazón finalmente en paz
Que estrecha parece la vida cuando el cambio llega tan fugaz
La imagen llena mi alma de deseos, transmutados, confusos
Vivir, morir, nacer tal vez, ¿es todo lo mismo? no lo se
Mejor me voy, antes que las lagrimas decidan brotar
Recuerdo salir por la ventana y guardar el puñal
quemar la ropa, darme una ducha e intentar dormir
No sin antes cerrar todas las ventanas
no vaya a ser que algo se pose sobre mi boca.
Mi risa hace eco en la soledad, me trato de tonto a mi mismo
Solo una mosca sobre un labio.




domingo, 24 de enero de 2010

Un brillo melancolico puede ensombreser una vida

Mirada triste


Si me preguntaran cuando lo supe, simplemente me encogería de hombros, despreocupado sobre una cuestión que nunca llamó mi atención. Si me forzaran a contestar, con insistencia o violencia, diría con tono nervioso “no lo sé, siempre fue así”. ¿O acaso el narigón reconoce el momento preciso en que su nariz se convirtió en foco de atención para las miradas ajenas? Yo no fui la excepción, mis ojos siempre fueron de la misma forma.

Seria mas acorde pensar, ahora que me obligo a hacerlo, que la reacción de los otros me

convierte en lo que soy, y no yo mismo. Me transforman, por mas cruel que suene, en una persona de ojos tristes.

Por entre la niebla de mi mente se acerca un recuerdo empírico. Como si fuera un automóvil paseando por rutas invisibles y llenas de incertidumbre, sin otro abrigo que la noche y el miedo a lo improbable. Un pasado, un comportamiento. Recuerdo comentarios, amigos de mi madre y padre que se expresaban con palabras bonitas, pero a su vez antagonistas de las expresiones de sus rostros “Que chico dulce, se parece a su madre”, “Será fuerte y valiente, si se contagia de su padre”.

Sus comentarios eran bienaventurados, pero sus visitas cada vez mas esporádicas. Primero nos visitaban con todos sus hijos, de distintas edades y portes. Luego lo hicieron solo con sus hijas, esperando que alguna se ganara la atención de mis padres para futuros compromisos matrimoniales. Hasta que finalmente, su contacto fue simplemente telefónico, haciendo malabarismo entre mentiras y excusas para no presentarse físicamente, pero a su vez rogando no perder contacto con nuestra rica familia.

Mi educación también fue un problema. Dadas las circunstancias siempre las autoridades encontraban una pretexto para mandarme de vuelta a casa o suspenderme algunos dias, sin importarles realmente que yo haga o no algo acorde a la sanción. Mis compañeros intentaban ignorarme, pero no resistían la tentación de prestar atención a cada uno de mis movimientos, con una mezcla de miedo con odio. No entendían lo que mi sola mirada les provocaba, pero sentian que no les gustaba. ¿Acaso alguien entiende a la tristeza? No lo sé, pero ellos, al igual que yo en ese momento, éramos solo niños.

Nadie tomó la decisión directamente, ni siquiera escuche a mis padres discutir del tema, siquiera hablarlo, pero la escuela dejó de ser un lugar para mi. Comenzaron a visitarme asiduamente distintos profesionales, desde matemáticos y químicos a filósofos e historiadores, todos con la intención de darme una lujosa educación, todos se sorprendieron al conocerme. Tal fue el efecto de mis ojos tristes, que sus visitas, tan bien pagas para ellos como largos meses de trabajo en cualquier otro lugar, dejaron de ser insistentes, para ser remotas, y hasta nulas.

Así fue como mi mundo se sumergió en un mar de libros de todo tipo, desde novelas clásicas hasta teorías evolutivas de lo más eclesiásticas, pasando por historia medieval hasta desembarcar en ensayos sobre lo bello que seria el mundo si no existiera el color gris. Todo era valido, aprendí que de todo se aprende. Mi vida resultó ser una balsa a la deriva, dond

e todo lo que se veía alrededor era agua, agua de páginas y palabras escritas que gritaban con voz acuosa ser parte de mi tiempo y de mi mente.

No puedo realmente saber cuantas enciclopedias midieron mis años, cuantas historias grabaron mis soles, lo cierto es que hubo un instante, tan mágico como cataclísmico, en que me descubrí entrando en una edad en la cual las responsabilidades no podían resbalar mas por sobre mi cuerpo y caer en el de otra persona. Esa misma tarde, cuando el piso bajo mis pies tembló de un modo invisible, me acerque a mis padres y les dije con la voz del que no habla hace decadas: “tengo que irme, esta casa ya no es mi casa, y esta mirada, tan mía como nada, no será más un hijo bastardo para ustedes”.

Mi madre no habló, pero lloró por dentro y por fuera. Mi padre asintió aliviado y triste, no solo por los efectos de mis ojos, sino por no haber tenido la valentía de pedirme él mismo que me fuera. En ese instante un flash iluminó mis sentidos, ¿Hacia cuanto tiempo que no v

eía a esas dos personas? ¿En que momento deje de cenar con ellos para pedir que me dejaran la comida en la puerta de mi cuarto?, no lo sabia, quizás hacia años que mis padres no me miraban a la cara, y por lo tanto, que no sentían tanta tristeza.

Lo entendí, junte mis cosas y lo volvi a entender. Una mucama temblorosa se acercó hasta mí, justo cuando estaba por traspasar el umbral de mi hogar para nunca mas hacerlo, me dio un sobre lleno de dinero y se metió nuevamente en la casa, tan rápido como su mancillado cuerpo le permitió hacerlo. Sonreí y me fui. Mis ojos tristes contagiaban tristeza, siempre lo hicieron y siempre lo haran. La gente lo sabia, lo sentia, todos y mis padres también, esa mucama, la gente de la escuela y los universitarios, todos lo sentían cuando yo los miraba, y nadie quiere sentirse triste.

Mis ojos no eran los de una persona triste, yo no lo era. Pero si transmitían esa sensa

ción. Expandía a mi alrededor, a toda persona que me mirara, un virus emocional altamente repelente. ¿Cómo combatir a la tristeza sin estar triste? El dilema de mi vida, una batalla absurda y aburrida, sin desenlace y con resultado a la vista, uno desventajoso para mi.

Que tonto fui, que ciego, debí haberme ido hace tiempo, por amor y por odio. ¿Cómo echar a tu propio hijo solo porque al verlo se te congela el alma, se te contrae el pecho, se te eriza la piel? Que dilema habrán tenido por mi culpa mis padres, cuantas discusiones, cuantas lágrimas, cuanto egoísmo justificado. Pero ya no, se terminaba para ellos, “Adiós, no los culpo y los amo” pensé y dije en voz alta antes de irme. Si fui escuchado nunca recibí respuesta. Solo se que cuando dejen de llorarme, se sentirán felices.